martes, 18 de noviembre de 2014

¿Vale la pena ser compositor?







                   ¿V A L E   L A   P E N A   S E R   C O M P O S I T O R?

         La explotación comercial del talento musical se ha convertido en una característica del mundo de nuestros días.  Con el interés de surgir, de ser conocido, el artista con talento musical acepta en principio la explotación de terceros algunas veces sin percibir emolumento alguno pero en los países con tarifas mínimas establecidas por la ley, o por tradición, por lo menos percibe esta tarifa.  Por ejemplo, en Venezuela existe la ley de protección al autor, pero sólo a través de asociaciones que protegen al músico (en este caso, SACVEN) ante empresarios productores de discos, programas radiales  o televisivos, cuñas comerciales, etc., el artista logra percibir el pago correspondiente.
         Para llegar a este nivel de protección, el cual existe en casi todos los países del mundo, el artista tuvo que atravesar períodos en que poco o nada percibía por su producción artística.  Tal vez el reconocimiento de este derecho y el pago de los emolumentos respectivos comienzan de veras en el siglo XX con la creación y el desarrollo de la industria del disco y el avance tecnológico de las comunicaciones.
         En los siglos anteriores el que nació músico estaba   por lo general sometido a una vida limitada económicamente y en muchos casos, cuando no era creativo, dependía del uso comercial del instrumento que dominaba (piano, violín, etc.),  es decir, como miembro de un grupo musical o actuando como profesor de música, para obtener su soporte o el de los suyos.  En el caso de los compositores, por lo menos a partir del Renacimiento, no gozaban de un reconocimiento legal por su producción musical pero si de protección al formar parte del séquito de criados que tenía un terrateniente (llámese conde, marques, etc.) o del rey, príncipe o gobernador de un lugar.  En estos casos al músico se le asignaba una dieta o pensión, pero estaba a la disposición del jefe de casa de la cual dependía en el momento en que alguna creación musical era requerida, ya sea por una celebración de la comarca, un nacimiento, aniversario o celebración similar.  Generalmente el compositor era un músico destacado, dominaba un instrumento o dirigía un grupo musical.  Una variación de esta situación era cuando el músico servía a la Iglesia, ya sea como organista, encargado de  un coro u otro grupo musical de una iglesia.  En sendos casos había cierta  seguridad económica por los servicios prestados, pero esto no cubría un reconocimiento o remuneración por la capacidad creadora ni por la producción artística del músico.  Otra forma laboral era el pertenecer a una orquesta o conjunto musical y dependiendo del sitio donde tocara (un salón de fiestas, la orquesta sinfónica  o de la ópera, para mencionar los más conocidos) percibiría una dieta o pago más o menos aceptable.  Si se obvia  los pequeños emolumentos  que percibía por la impresión de su música (a cargo de empresas editoras respetables en las principales capitales europeas), el compositor recibía muy poco por su creación musical.
         Desde entonces se hizo costumbre reconocer los méritos de un compositor después de su muerte.  Fue el caso de Wolfgang Amadeus Mozart.  En los últimos años que este compositor pasó en Viena atravesó una situación económica muy difícil y tuvo que mudarse del apartamento en que vivía con su familia pues no tenía con que pagarle al casero.  Pasó a vivir en una casa en las afueras de la ciudad donde compuso sus tres últimas sinfonías.  Décadas después de su muerte, la ciudad de Viena lamentaría esta conducta reconociendo la grandeza de este músico cuando él ya no podía disfrutarla.  Además de Mozart, también Ludwig Van Beethoven fue víctima del desconocimiento de sus contemporáneos.  Unos años después de su muerte nació en la Alemania de entonces la idea de rendirle tributo erigiendo una  estatua en la Dom Platz de Bonn, ciudad  donde naciera el compositor.  Y aún entonces estuvo presente la mezquindad humana: el desinterés y la mala organización prevaleció en la comisión que se formó poco antes de 1838 para recolectar los fondos requeridos para cubrir los gastos que ocasionara la estatua y los actos de su inauguración.  Luego de mucha dilación se decidió develar la estatua en 1845 cuando se cumplirían 75 años de su nacimiento.  El pianista y compositor húngaro Frank Liszt, quien se encontraba en el apogeo de su carrera como concertista, fue un entusiasta de esta idea y contribuyó generosamente  con los fondos que se  requerían.  Pero Liszt, pocos meses antes de la celebración, se percataría de la desidia de la comisión y tuvo que meterse de lleno en ella para que se develara la estatua en la fecha aniversaria indicada.  (Por cierto, fue Liszt quien propuso a la comisión la erección de un Festhalle para la realización de los actos protocolares y del concierto de la inauguración.  Y tuvo que cubrir los gastos y contratar al constructor para que el mismo se erigiera).  De más está decir que  este reconocimiento al músico alemán se debió a la incesante labor y aporte del músico húngaro, quien no sólo encontró poca colaboración en la mencionada comisión sino que también contó con la indiferencia de los habitantes de la ciudad de Bonn.
         En nuestra  época, ante tanto avance tecnológico y social, es dable esperar que los músicos vivan de su producción artística, pero es sólo cierto en determinados casos.  Por los menos entre nosotros el compositor debe auxiliarse con otras entradas para poder subsistir con su familia.  Entre 1958 y 1960 Luis Alfonzo Larrain decidió dejar su orquesta, olvidarse de la composición y concretarse a su Estudio Larrain, donde administraba la elaboración de  cuñas comerciales y asistía a otros músicos en las grabaciones de sus orquestas.  Es posible que ya había desaparecido su numen creativo pero lo más probable es que ya estaba cansado de los avatares y de lo poco rentable que significaba estar al frente  de una orquesta de bailes existiendo otras actividades, también creativas, que le proporcionarían una buena entrada económica y una vida más sosegada.  Es por ello que este músico se dedica desde entonces a su Estudio Larrain y a la administración de la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (SACVEN).  En otras palabras, la imposibilidad de seguir viviendo de su música lo frustró tanto como compositor que después de 1960 hasta su muerte (1996) no compuso más.
         Aldemaro Romero, a partir de 1980, no ha podido vivir de sus composiciones de música popular y mucho menos de su producción académica. Afortunadamente ello no ha impedido que continúe laborando en este campo –desde entonces con mayor dedicación a la música académica--, pero para auxiliarse económicamente ha tenido que convertirse en agente de artistas, organizador de espectáculos y, en los últimos años, a participar en una empresa asesora de proyectos industriales y en la organización y/o administración de actividades culturales.
                También se observa que algunos compositores se han dedicado al mercado de las cuñas  comerciales y trabajos similares, convencidos de que la mayor parte de los beneficios que generan su música no les llega pues pasan a engrosar las arcas de otros miembros de la respectiva cadena: publicistas, productores de radio y de televisión y las mismas empresas de radio y televisión.  Por eso no exponen lo mejor de su creación musical al conocimiento de los demás pues saben el destino que les espera.  Se ignora si resguardan esta música para lograr o completar obras más complejas (tanto en el campo popular o en el académico), lo que si es cierto es que no se llega a conocer lo mejor de su creatividad.  En este orden de ideas, el suscrito le planteaba al maestro Aldemaro Romero que en virtud de su talento musical, por qué él no se abocaba a componer un conjunto de melodías representativas de las diversas regiones del país.  El maestro me contestó más o menos estas palabras: “Si tú o cualquier otro me contrata con este propósito yo me dedicaría  por completo a ese proyecto.  Caso contrario, no podría hacerlo pues yo no vivo de la música.” 
         Otro aspecto del problema es el reconocimiento que merece un compositor.  En este sentido el músico francés Arthur Honegger escribió a fines de la década de los 40 el libro Yo soy compositor, donde afirma, con  suficientes argumentos históricos, que el compositor debe morir  para que se le reconozcan sus méritos.  Es tal vez injusto constatar que la mayoría de las personas sólo se acuerdan de un músico cuando éste muere porque pasa a ser noticia.  Por lo general, la sociedad poco se preocupa por rendirle tributo al músico compositor durante el lapso de su vida.  Por ejemplo, a Aldemaro Romero nunca le otorgaron el Premio Nacional de Música que si recibieron otros con mucho menos méritos que él.  Tampoco Luis Alfonzo Larrain ni Jesús “Chuco” Sanoja recibieron en vida el reconocimiento debido a su labor artística, pues éste, por un prurito incomprensible, en nuestro país sólo lo reciben los músicos académicos.  La excepción que confirma esta regla la representó Luis María “Billo” Frómeta, quien en vida recibió innumerables reconocimientos, premios y medallas tanto por su actividad frente a su orquesta como por su obra como compositor, tanto en Venezuela como en el extranjero.  ¿Llegará el día en que este tipo de injusticia no se repita entre nosotros?


  



                              

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