jueves, 30 de julio de 2015

P I C H I C H O

                        
                          P  I  C  H  I  C  H  O

Cada mañana, como el  sol sale por  el este, tengo la obligación  de sacar a pasear a Jack, el perro de mi hijo.  Porque yo ya no tengo perro.  Tuve muchos, es verdad, pero a  mi edad ya no quiero esa responsabilidad, esa mortificación y menos esa dedicación.   Pero mi hijo acostumbró a su perro que debía ser sacado de la casa cada mañana y como él tiene que trabajar, tengo que hacerlo yo.
Jack es un perro negro, fornido, de unos diez años de edad, es decir, ya está próximo a iniciar su decadencia (Que yo sepa, los perros viven 14 años y hasta 16 años).  No es un perro fino sino una mezcla de Labrador con Rottweiler.  Es un perro inteligente pues sabe que no debe hacer sus necesidades en la casa.  Por eso cuando quiere orinar, se agita de tal manera que hay que sacarlo al jardín para que se desahogue.  Así mismo, Jack sabe que cuando uno lo saca en la mañana debe evacuar (digo yo, mi hijo dice “cagar”).
En las salidas mañaneras lo primero que hace Jack es olfatear las matas del jardín, estrujarse contra los arbustos y, como todo perro, se acerca a un árbol, alza la pata para orinar.  Siempre me he preguntado por qué los perros orinan así y junto a un árbol; ¿por qué no sobre una pared o un automóvil?  No creo que sea una manía.  Un amigo mío, que admira este acto perruno, opina que es “parte de la idiosincrasia del perro”.  Pero creo que este decir no es verdad.  He observado que los perros alzan sus patas para orinar en cualquier lugar: en la calle, junto a un arbusto o sobre cualquier cosa que le parece un obstáculo.  Lo que si es cierto es que tienen preferencia para hacerlo junto a un árbol.  De esta preferencia arranca la creencia y el decir popular.
Yo llevo a Jack a una cercana área alambrada, con árboles de variados tipos y tamaños,  que se encuentra a dos cuadras de nuestra casa.  Allí él hace sus necesidades.  Cuando entra al cercado y luego de que yo lo libro de la cadena, sale corriendo y luego de ejercitarse sacando tierra con sus patas traseras y de husmear otros arbustos, se dirige a un pequeño arbusto de su preferencia que hay en el lugar: son conjuntos de yerbas, de casi un metro de altura, de color preferentemente verdoso aunque tiene también hojas lanceoladas amarillas y marrones.  Desconozco su nombre pero lo cierto es que Jack los prefiere para realizar su primaria necesidad.  Entonces deja de revoletear, engrincha su lomo trasero y comienza a pujar para que salgan sus mojoncitos, generalmente son 4 ó 5.  Yo los dejo en el lugar.  Pero si se le antoja hacerlo en otro sitio, dentro de la extensión de jardines y gramas que existen en el conjunto donde vivimos, si los recojo en una bolsa de plástico y los deposito en el receptáculo de basura.  En esta ciudad hay muchos perros y un gran amor por los animales pero también se vela por su ornato.  Como abundan en las calles, veredas y parques lo que yo llamo “casilleros” para perros, los cuales   están provistos del cajón para la caca de estos animales y un dispensador de bolsas plásticas para colocar dicha caca y depositarla luego en el susodicho cajón.
`Yo siempre he tenido perro en mi casa.  Recuerdo que el primero me lo regalaron en Puerto Ordaz, ciudad al sur de Venezuela.  No era de una raza conocida, yo diría de una “raza común”, al ser producto de muchas mezclas.  Era un perro muy cariñoso y juguetón.  Mis hermanos jugaban mucho con él en el jardín, pero tenía el temor de que si lo dejaba dormir en el jardín, es decir, pasar la noche, se perdería o lo robarían.  Por eso lo acostumbre a dormir dentro de la casa.  Un fin de semana salimos de paseo a San Félix pero tuvimos que pernoctar allí.  Regresamos a la casa el domingo en la tarde.  Encontramos a un perro tan desesperado por el hambre que había ruñido las patas de madera de la mesa del comedor.  Yo me disgusté tanto que desde ese día lo acostumbre a dormir en el jardín.  “Pichicho”, que es su nombre (todos mis perros tuvieron siempre el mismo nombre), se acostumbró a dormir fuera de la casa y con el tiempo andaba por la cuadra pero siempre recalaba en la casa a dormir.  Un día Pichicho se perdió.  Lo buscamos por toda la cuadra y las calles vecinas pero no lo encontramos. Se había convertido en un perro callejero.  Finalmente apareció para el regocijo de todos en la casa.  Nos acostumbramos, pues, a sus  desaparecidas.  En una ocasión paso un tiempo sin que lo viéramos y una mañana, a; salir de la casa, lo encontramos muerto en el jardín.  Estaba golpeado y tenía varias heridas.  Yo creo que la golpiza que recibió terminó siendo fatal, fue el resultado de peleas callejeras con otros perros.  Como se sintió tan desfallecido tuvo el aliento suficiente para regresar a su casa a morir.
Yo me sentí tan afectado que pasé unos años sin perro.  Cuando vivíamos en Maracaibo (yo ya estaba casado) sentí la necesidad y tuve la intención de comprar un perro y acostumbrar a mis hijos a jugar con él y quererlo.  Pero nuestra estadía en esa ciudad fue tan corta que finalmente desistí de hacerlo.
Cuando nos mudamos a La Trinidad, si lo hice.  Compramos un pastor alemán y lo criamos desde cachorro.  Yo lo acostumbre a vivir en el jardín fuera de la casa, donde hacia sus necesidades pero nosotros siempre mantuvimos aseado el lugar.  Pichicho era un perro muy inteligente.  Cuando la familia salía de paseo, le dejábamos abierta la puerta que comunicaba el jardín trasero con el delantero, de manera que tuviera más espacio para movilizarse y suficiente comida y agua.  Y no importaba que en un fin de semana pernoctáramos en otro lugar pues él siempre nos recibía moviendo la cola  y haciendo gestos con la cabeza como mostrando su satisfacción porque habíamos regresado. Como había consumido todo el alimento que le dejamos, lo proveíamos de agua y su comida especial y el los devoraba complacido.
Pero Pichicho era realmente un perro cuidador.  Nadie se atrevía a meterse en la casa.   En una ocasión,  un ladrón, huyendo de otra casa donde se había metido, al ser descubierto, salto a la nuestra y el perro lo recibió gruñendo.  El ladrón lo amenazó con un cuchillo carnicero que tenía en la mano pero el perro, de un salto felino, le mordió la muñeca e hizo que el hombre soltara el arma.  Pronto, al verse mordido en piernas y brazos, al ladrón le entró pánico y comenzó a gritar pidiendo que le quitaran al perro de encima.  Yo me desperté y salí de inmediato al jardín y ordené a Pichicho que se calmara.  El perro obedeció y dejó de morder al ladrón que seguía gritando desaforado.  A los pocos minutos llego la policía y se lo llevó.
En la calle del Arenal se reunían en las mañanas muchos perros callejeros.  Siempre aparecía un líder en el grupo que rezongaba buscando pelea con otro perro; se producía la pelea y luego de vencer al que se había atrevido a retarlo, se    paseaba regodeándose ante los otros perros para hacer respetar su autoridad.  El perro líder por lo general desafiaba con sus gruñidos a Pichicho, que se asomaba a la reja del garaje ante la algarabía de los otros perros.  Si yo estaba en casa, cambiaba a mi perro para el jardín trasero y lo encerraba hasta que los otros perros abandonaran la calle.  Pero en una ocasión no llegue a tiempo para evitar la trifulca.  Pichicho, ante la excesiva provocación del otro perro, saltó la pared delantera del jardín de unos dos metros de alto y cayó parado sobre la acera de la calle.  Y comenzó la pelea.
Aquella fue una pelea de perros memorable.  Logró la admiración de los vecinos que, ante el alboroto de ladridos, salieron a la calle  a enterarse de  lo que sucedía.  Eran dos perros grandes y hermosos.  El que llamaban “Catire”, el perro líder, era lanudo con el pelo amarillo, las patas gruesas, el borde de la boca negra y los ojos feroces.  Pichicho era alto, delgado pero fornido, de pelo grisáceo y hocico algo alargado, mirada inteligente y rápida resolución ante el peligro  La pelea se produjo en el centro de la calle y los otros perros hicieron un círculo dentro del cual se movían los dos feroces contendientes repartiendo dentelladas.  A veces parecía que ganaba el Catire, en otras que ganaba Pichicho.  El tráfico de vehículos se interrumpió  en ambas direcciones de la calle y los choferes no tuvieron otra alternativa que salir de sus autos y, junto con los vecinos, se dedicaron a   observar la pelea.  Paso media donde cada perro, en su turno, a fuerza de dentelladas, se llevaba a su rival de una acera a la otra, en medio de los ladridos y el asombro de los otros perros.  Tanto Catire como Pichicho estaban heridos y sangraban pero ninguno cedía.  Continuaban dándose dentelladas.  De repente, se produjo un silencio y luego un tremendo aullido, el acto lastimero de uno de los perros que huía.  Era Catire el derrotado pues dejó a Pichicho en medio de la calle, bien plantado sobre sus cuatro patas. Mientras el Catire, seriamente lastimado, abandonaba la calle seguido por  la corte de sus perros que, aun así, le seguían siendo fieles…
Los vecinos y los choferes aplaudieron ampliamente al vencedor que seguía orondo en el medio de la calle.  Yo llamé a mi perro que al verme obedeció y regresó a la casa.  Le curamos las heridas y le entablamos una pierna donde tenía una herida feroz y así evitamos que se le infestara.  Él, paciente, dejo que lo curaran y mimaran.  Creo que estaba satisfecho por el triunfo.  El triunfo fue también de los vecinos de la cuadra pues eso hizo que el Catre y su corte de perros se ausentaran de la calle del Arenal.
Pichicho siguió siendo un perro cariñoso y cuidador.  Vivió 14 años.  Yo tenía que hacer un post-grado fuera del país pero mi preocupación para ausentarme era el perro.  A veces me pasaba horas con él en el jardín, bañándolo, acariciándolo, mimándolo.  Pero Pichicho fue inteligente hasta el final.  Yo creo que el presentía mi partida pues en los últimos días estaba triste, muy triste.  Una semana antes de ausentarme de la ciudad amaneció muerto en el jardín.  Me dio tiempo a que, junto con mi familia, asistiéramos a su cremación.
Esa vez tome la decisión de no tener más perros en mi casa.

lo saca en la mañana debe evacuar (digo yo, mi hijo dice “cagar”).
En las salidas mañaneras lo primero que hace Jack es olfatear las matas del jardín, estrujarse contra los arbustos y, como todo perro, se acerca a un árbol, alza la pata para orinar.  Siempre me he preguntado por qué los perros orinan así y junto a un árbol; ¿por qué no sobre una pared o un automóvil?  No creo que sea una manía.  Un amigo mío, que admira este acto perruno, opina que es “parte de la idiosincrasia del perro”.  Pero creo que este decir no es verdad.  He observado que los perros alzan sus patas para orinar en cualquier lugar: en la calle, junto a un arbusto o sobre cualquier cosa que le parece un obstáculo.  Lo que si es cierto es que tienen preferencia para hacerlo junto a un árbol.  De esta preferencia arranca la creencia y el decir popular.
Yo llevo a Jack a una cercana área alambrada, con árboles de variados tipos y tamaños,  que se encuentra a dos cuadras de nuestra casa.  Allí él hace sus necesidades.  Cuando entra al cercado y luego de que yo lo libro de la cadena, sale corriendo y luego de ejercitarse sacando tierra con sus patas traseras y de husmear otros arbustos, se dirige a un pequeño arbusto de su preferencia que hay en el lugar: son conjuntos de yerbas, de casi un metro de altura, de color preferentemente verdoso aunque tiene también hojas lanceoladas amarillas y marrones.  Desconozco su nombre pero lo cierto es que Jack los prefiere para realizar su primaria necesidad.  Entonces deja de revoletear, engrincha su lomo trasero y comienza a pujar para que salgan sus mojoncitos, generalmente son 4 ó 5.  Yo los dejo en el lugar.  Pero si se le antoja hacerlo en otro sitio, dentro de la extensión de jardines y gramas que existen en el conjunto donde vivimos, si los recojo en una bolsa de plástico y los deposito en el receptáculo de basura.  En esta ciudad hay muchos perros y un gran amor por los animales pero también se vela por su ornato.  Como abundan en las calles, veredas y parques lo que yo llamo “casilleros” para perros, los cuales   están provistos del cajón para la caca de estos animales y un dispensador de bolsas plásticas para colocar dicha caca y depositarla luego en el susodicho cajón.
`Yo siempre he tenido perro en mi casa.  Recuerdo que el primero me lo regalaron en Puerto Ordaz, ciudad al sur de Venezuela.  No era de una raza conocida, yo diría de una “raza común”, al ser producto de muchas mezclas.  Era un perro muy cariñoso y juguetón.  Mis hermanos jugaban mucho con él en el jardín, pero tenía el temor de que si lo dejaba dormir en el jardín, es decir, pasar la noche, se perdería o lo robarían.  Por eso lo acostumbre a dormir dentro de la casa.  Un fin de semana salimos de paseo a San Félix pero tuvimos que pernoctar allí.  Regresamos a la casa el domingo en la tarde.  Encontramos a un perro tan desesperado por el hambre que había ruñido las patas de madera de la mesa del comedor.  Yo me disgusté tanto que desde ese día lo acostumbre a dormir en el jardín.  “Pichicho”, que es su nombre (todos mis perros tuvieron siempre el mismo nombre), se acostumbró a dormir fuera de la casa y con el tiempo andaba por la cuadra pero siempre recalaba en la casa a dormir.  Un día Pichicho se perdió.  Lo buscamos por toda la cuadra y las calles vecinas pero no lo encontramos. Se había convertido en un perro callejero.  Finalmente apareció para el regocijo de todos en la casa.  Nos acostumbramos, pues, a sus  desaparecidas.  En una ocasión paso un tiempo sin que lo viéramos y una mañana, a; salir de la casa, lo encontramos muerto en el jardín.  Estaba golpeado y tenía varias heridas.  Yo creo que la golpiza que recibió terminó siendo fatal, fue el resultado de peleas callejeras con otros perros.  Como se sintió tan desfallecido tuvo el aliento suficiente para regresar a su casa a morir.
Yo me sentí tan afectado que pasé unos años sin perro.  Cuando vivíamos en Maracaibo (yo ya estaba casado) sentí la necesidad y tuve la intención de comprar un perro y acostumbrar a mis hijos a jugar con él y quererlo.  Pero nuestra estadía en esa ciudad fue tan corta que finalmente desistí de hacerlo.
Cuando nos mudamos a La Trinidad, si lo hice.  Compramos un pastor alemán y lo criamos desde cachorro.  Yo lo acostumbre a vivir en el jardín fuera de la casa, donde hacia sus necesidades pero nosotros siempre mantuvimos aseado el lugar.  Pichicho era un perro muy inteligente.  Cuando la familia salía de paseo, le dejábamos abierta la puerta que comunicaba el jardín trasero con el delantero, de manera que tuviera más espacio para movilizarse y suficiente comida y agua.  Y no importaba que en un fin de semana pernoctáramos en otro lugar pues él siempre nos recibía moviendo la cola  y haciendo gestos con la cabeza como mostrando su satisfacción porque habíamos regresado. Como había consumido todo el alimento que le dejamos, lo proveíamos de agua y su comida especial y el los devoraba complacido.
Pero Pichicho era realmente un perro cuidador.  Nadie se atrevía a meterse en la casa.   En una ocasión,  un ladrón, huyendo de otra casa donde se había metido, al ser descubierto, salto a la nuestra y el perro lo recibió gruñendo.  El ladrón lo amenazó con un cuchillo carnicero que tenía en la mano pero el perro, de un salto felino, le mordió la muñeca e hizo que el hombre soltara el arma.  Pronto, al verse mordido en piernas y brazos, al ladrón le entró pánico y comenzó a gritar pidiendo que le quitaran al perro de encima.  Yo me desperté y salí de inmediato al jardín y ordené a Pichicho que se calmara.  El perro obedeció y dejó de morder al ladrón que seguía gritando desaforado.  A los pocos minutos llego la policía y se lo llevó.
En la calle del Arenal se reunían en las mañanas muchos perros callejeros.  Siempre aparecía un líder en el grupo que rezongaba buscando pelea con otro perro; se producía la pelea y luego de vencer al que se había atrevido a retarlo, se    paseaba regodeándose ante los otros perros para hacer respetar su autoridad.  El perro líder por lo general desafiaba con sus gruñidos a Pichicho, que se asomaba a la reja del garaje ante la algarabía de los otros perros.  Si yo estaba en casa, cambiaba a mi perro para el jardín trasero y lo encerraba hasta que los otros perros abandonaran la calle.  Pero en una ocasión no llegue a tiempo para evitar la trifulca.  Pichicho, ante la excesiva provocación del otro perro, saltó la pared delantera del jardín de unos dos metros de alto y cayó parado sobre la acera de la calle.  Y comenzó la pelea.
Aquella fue una pelea de perros memorable.  Logró la admiración de los vecinos que, ante el alboroto de ladridos, salieron a la calle  a enterarse de  lo que sucedía.  Eran dos perros grandes y hermosos.  El que llamaban “Catire”, el perro líder, era lanudo con el pelo amarillo, las patas gruesas, el borde de la boca negra y los ojos feroces.  Pichicho era alto, delgado pero fornido, de pelo grisáceo y hocico algo alargado, mirada inteligente y rápida resolución ante el peligro  La pelea se produjo en el centro de la calle y los otros perros hicieron un círculo dentro del cual se movían los dos feroces contendientes repartiendo dentelladas.  A veces parecía que ganaba el Catire, en otras que ganaba Pichicho.  El tráfico de vehículos se interrumpió  en ambas direcciones de la calle y los choferes no tuvieron otra alternativa que salir de sus autos y, junto con los vecinos, se dedicaron a   observar la pelea.  Paso media donde cada perro, en su turno, a fuerza de dentelladas, se llevaba a su rival de una acera a la otra, en medio de los ladridos y el asombro de los otros perros.  Tanto Catire como Pichicho estaban heridos y sangraban pero ninguno cedía.  Continuaban dándose dentelladas.  De repente, se produjo un silencio y luego un tremendo aullido, el acto lastimero de uno de los perros que huía.  Era Catire el derrotado pues dejó a Pichicho en medio de la calle, bien plantado sobre sus cuatro patas. Mientras el Catire, seriamente lastimado, abandonaba la calle seguido por  la corte de sus perros que, aun así, le seguían siendo fieles…
Los vecinos y los choferes aplaudieron ampliamente al vencedor que seguía orondo en el medio de la calle.  Yo llamé a mi perro que al verme obedeció y regresó a la casa.  Le curamos las heridas y le entablamos una pierna donde tenía una herida feroz y así evitamos que se le infestara.  Él, paciente, dejo que lo curaran y mimaran.  Creo que estaba satisfecho por el triunfo.  El triunfo fue también de los vecinos de la cuadra pues eso hizo que el Catre y su corte de perros se ausentaran de la calle del Arenal.
Pichicho siguió siendo un perro cariñoso y cuidador.  Vivió 14 años.  Yo tenía que hacer un post-grado fuera del país pero mi preocupación para ausentarme era el perro.  A veces me pasaba horas con él en el jardín, bañándolo, acariciándolo, mimándolo.  Pero Pichicho fue inteligente hasta el final.  Yo creo que el presentía mi partida pues en los últimos días estaba triste, muy triste.  Una semana antes de ausentarme de la ciudad amaneció muerto en el jardín.  Me dio tiempo a que, junto con mi familia, asistiéramos a su cremación.
Esa vez tome la decisión de no tener más perros en mi casa.