EL
SERENATERO Y LA DAMA
Algunas personas piensan que Río
Caribe es un pueblo de pescadores.
Eso no es enteramente cierto. Es
un puerto de mar que, por supuesto, tiene sus pescadores, pero eso no
condiciona ni determina la naturaleza del pueblo. Para demostrar este aserto, esta es la
historia de alguien que inicialmente fue un pescador pero que después llegó a
caracterizar otras actividades en el pueblo, entre ellas, las de cantar
serenatas y velorios. Esto no quiere
decir que ser serenatero es una profesión.
En Río Caribe no lo era. Era más
que nada una actividad para satisfacer al ego, complacer al espíritu.
También este pueblo se caracteriza,
como otros pueblos del oriente de Venezuela, por llamar a las personas usando
un apodo y se llega al extremo que al morir nadie no lo había nombrado, y
también utilizado para presentar la nefasta noticia, sino con el mote que lo
denominó en vida. Nuestro personaje se
llamaba José del Carmen pero todos los que lo trataban lo llamaban “Colorado”,
pues desde niño, por ser una persona muy sanguínea, y no por los efectos del inclemente sol de la
región, tenía el rostro rojo, o colorado como le dicen en el oriente del país.
Florentina, la dama en referencia, a
quien por cierto llamaban “Chucha”, conoció a Colorado cuando ambos eran
adultos. Ella no recordaba cuando pero
lo más probable fue que lo conoció en un
velorio. En esa época (década de los
años 20 del siglo XX), se hallaba en auge el canto en los velorios. Si ahora, por lo menos en las grandes
ciudades, al morir una persona la llevan del hospital (o de su residencia) a una funeraria y al día siguiente al
cementerio, sin que se produzca ningún tipo de canto en honor del fallecido
pues, de hacerlo, se considera un sacrilegio, en cambio en el Oriente y creo
que por lo general en el interior del
país, todavía se estila el canto en los
velorios y estos se realizan en la casa del difunto. En todo caso, cuando ellos se conocieron era
normal y corriente.
En esa ocasión ella admiró su voz
estentórea y a la vez clara y agradable.
Él, al verla y luego al tratarla, se enamoró de ella: lo que llaman
“amor a primera vista”. Florentina, una
joven de 23 años, era una madre soltera con dos hembras y un varón y había sido
abandonada por el marido que era un jugador y ya se había ido del pueblo. Por supuesto, en esos días se hallaba
desencantada de la vida y aborrecía a los hombres.
Colorado era una persona tenaz en
todo lo que se proponía. De su labor
primaria de pescador tuvo que retirarse luego de verse con otros pescadores en una
tempestad y aunque en el naufragio perecieron algunos pescadores, él y otros
lograron salvarse. Pero le cogió miedo
al mar y no quiso continuar pescando. En la playa compraba pescados a otros
pescadores, los cuales, por ser del gremio, se los vendían a un precio que le
facilitaba una ganancia aceptable al revenderlos por las calles del
pueblo. Allí, todos los días, lo
esperaban sus “marchantas”, a quienes conquistaban con sus chistes y frases
oportunas, para venderles la cosecha marina del día. En el oriente del país el pescado, en sus
diversas variantes: sierra, carite, tahalí, jurel, sardinas, etc., es el
alimento primordial (mezclada, por supuesto con las verduras y hortalizas) por
lo menos en las familias de pocos ingresos.
La carne de res, el pollo y el cerdo se consume ocasionalmente o los
domingos como comida especial.
Solamente las familias de clase media, que dirige el comercio y otras
actividades lucrativas del pueblo, poseen una dieta más variada. En esos días, cuando Chucha conoció a
Colorado, el oficio del susodicho era vendedor de pescado pero sólo en el
día. En las noches cantaba velorios y
serenatas. Además, Tenía sus parrandas,
por lo general, los fines de semana. Cuando
José del Carmen precisó el domicilio de Florentina, decidió llevarle una
serenata. Esa noche se presentó en
Chamberí con un compañero que tocaba el cuatro y a las diez de la noche comenzó
a cantar a la puerta de la casa de la agraciada. Pero nadie se asomó ni a la primera ni a la
segunda canción. Al finalizar la tercera
canción, el cantador, que tenía un oído muy fino, escuchó un murmullo de voces
del otro lado de la puerta. Esto lo
animó y esperó, confiado. Florentina se
negaba a salir pero su madre, Micaela, la presionaba para que lo hiciera.
--Que
salgas y des las gracias por la serenata, no es ningún compromiso –decía la
madre--, al contrario, es un gesto de buena educación. Además, si no lo haces, estará cantando toda
la noche…
--Déjelo,
mamá, pronto se cansará…
--Bien,
si no lo haces tú, lo haré yo. Pero las canciones son para ti, debes de
salir…
Para entonces, José del Carmen había
comenzado la cuarta canción, un vals oriental.
Micaela, entre tanto, seguía con su misma cantaleta. Finalmente, al concluir la canción, Florentina asomó la cabeza a la calle y dijo:
--Gracias
por la serenata, Colorado, buenas noches.
Y cerró con suavidad pero con
decisión, la puerta.
Colorado miró a su compañero de
farra y sonrió. Lamentó, para sus
adentros, que Chucha no le diera la oportunidad de conversar y de cantarle
otras canciones, no obstante, se mostró complacido de que por lo menos se
asomara a la puerta. En la próxima, tal
vez… pero no sucedió así. En las próximas
dos serenatas sucedió lo mismo. Fue
cuando José del Carmen hizo gala de su tenacidad y decidió llevarle una
serenata un sábado ¡a las seis de la tarde!!
Y lo hizo con el mejor acompañamiento posible: cuatro, guitarras y
maracas.
El conjunto comenzó a tocar a la
casa y casi en seguidas muchachos y vecinos llegaron a acompañarlos. Para evitar la aglomeración de personas
frente a su casa, Florentina se vio obligada a hacerlos pasar luego de
concluida la segunda canción.
Entraron
a la casa y se acomodaron como pudieron en el pasillo (la vivienda tenía una
pequeña sala, dos cuartos y un estrecho pasillo que conducía a un rústico estar
y la cocina). Empezaron a tocar mientras
Micaela les preparaba unos vasitos de mistela (bebida casera parecida al vino)
y al terminar la canción les llevó la bebida en una bandeja de plástico con
flores pintadas de variados colores.
Colorado y su grupo agradecieron el gesto mientras paladeaban la
bebida. Florentina y su mamá se unieron
a los músicos con sus respectivas bebidas y participaron en la animada
conversación de los músicos.
Ese día se esmeraría cantando sus mejores
interpretaciones, una de las cuales llevaba su autoría. Chucha siempre recordaría ese día pues
cantaron un vals dedicado al pueblo (“Río Caribe, tus playas soñadoras…”) que
Colorado, con su bien timbrada voz, haría más agradable el momento. Dos horas después, al enterarse que la bebida
de la casa se había agotado, el conjunto aludió discretamente un compromiso que
tenía para ausentarse. Antes de irse,
Florentina agradeció con sentidas palabras el gesto mientras los acompañaba
hasta la puerta de la casa.
Ese fue el inicio de la relación de José
del Carmen con aquella modesta familia.
De allí en adelante la visitaría con frecuencia llevándole siempre algún
presente a Florentina: un ramo de flores. Las mejores vituallas (vocablo oriental, posiblemente de origen aborigen,
con que se denominaban a las verduras, elemento fundamental para el hervido o
sancocho, ésta última, otra voz típica
de la región). Un día en plena temporada
de este tipo de pescado, le llevó una sierra de mediano tamaño, la cual fue
recibida por Micaela pues Florentina había salido de compras. Al llegar, se sorprendió un poco pues no
esperaba esta acción de Colorado.
Después decidió preparar el sancocho con la sierra e invitar al cantador,
pues pensó que tal vez esa era la intención del
cantador. A Micaela le pareció
que eso era lo adecuado. La agradecida entonces le envió un mensaje de
“papelito” –costumbre, ya desaparecida, que existía entonces, como normal medio
de rápida comunicación—invitándolo a almorzar en su casa el siguiente
domingo. José del Carmen aceptó
entusiasmado y se presentó al almuerzo con un enorme aguacate, el cual fue
disfrutado en el condumio.
De allí en adelante el serenatero
comenzó a cortejar a Florentina. Al
argumento de que ella no era señorita –quiso decir virgen--, le dijo que él
estaba profundamente enamorado de ella; de que era la madre de tres hijos,
argumentó que no importaba pues al ser de ella serían sus hijos también, que
nada de eso sería un obstáculo mientras
él tuviera la “fuerza” para trabajar –quiso decir la disposición física— y
mantener la familia. Florentina dudó y
entonces decidió “darle tiempo al tiempo”.
A tanta insistencia de José del Carmen
se casaron a los dos años de la proposición.
Fue un matrimonio que siempre
funcionó, a pesar de la diferencia de edades (el cantador era quince años mayor
que Florentina) y su vida algo rumbosa.
Para que la farra no incomodara a su esposa, al principio la restringió a los fines de
semana, los carnavales y las parrandas decembrinas; luego, cuando este arreglo no funcionó, decidió no parrandear en los
carnavales y en diciembre. Por último,
mantuvo la farra los fines de semana hasta que comenzó a observar la cara agria
de Florentina cuando llegaba el
viernes. Para él era signo de
tempestad. No obstante, a veces se
topaba con un compañero de parranda un sábado en la tarde e iniciaba la fiesta
que terminaba el domingo en la tarde y entonces, silencioso, regresaba a la
casa y se acostaba en su chinchorro hasta el día siguiente, cuando, ante la
mudez de Florentina, hacía lo indecible para contentarla, desde traerle un
atractivo pescado de la playa hasta adornarle la casa con las más bellas flores
que encontrara en el mercado, narrarle chistes, inventarle historias y hasta
improvisar cantos hasta que lograba que su esposa sonriera. Entonces retornaba la alegría a su cuerpo y
el fin de semana siguiente ni siquiera se asomaba a la puerta de la calle…
Ese fue José del Carmen
Ramírez. Tuvo gestos impensables con
esta familia que hizo suya. Desde
casarse con Florentina e incluir los hijos de ella y reconocerlos como hijos
del matrimonio, desde querer a hijos y nietos hasta hacer cualquier sacrificio
por su salud y protección. Los hijos, al
crecer y llegar a plena juventud, buscaron hacer sus propias vidas: Zeno y
Rolando se establecieron en la capital del país; Mercedes, como la madre, parió
soltera tres hijos de un hombre que la amó mucho pero también la abandonó y se
fue del pueblo; Cosmelina, su única hija
con Florentina, se enamoró de un parrandero que llegó de Güiria y como no pudo
convencerla de que se saliera con él, se casó con ella y se la llevó a su
pueblo. En este espantoso puerto
fronterizo le parió dos hijos y murió a
los tres años, al no poder adaptarse a la vida de infidelidades y parrandas de
su esposo. Enterada de su tragedia, Mercedes se trasladó al infernal pueblo y se
trajo a los sobrinos y los crió hasta que crecieron y pudieron defenderse
solos. Entonces, siguiendo la tradición
implantada, dentro de la familia y por buena parte del pueblo, se convirtieron
en parias al irse de Río Caribe.
Así pues, todos los hijos de Florentina, a excepción de
Mercedes, en plena juventud, buscaron otros aires y pronto se establecieron en
otros sitios y formaron sus propias familias.
Los únicos nietos que manoseó José del Carmen fueron los hijos de
Mercedes. No obstante, Vicente partiría
a los ochos años, cuando fue requerido por su padre, hacia la capital. José del Carmen estaba consciente que la
nieta, tarde o temprano, también partiría.
Por eso se mantenía aconsejándola sobre cuál debía ser su proceder en
Caracas y cuál debía ser su proprósito por encima de todo: educarse, completar
su educación primaria y bachillerato y
hacerse de una profesión. Todo
esto lo hacía pues estaba consciente de que tenía que irse pues en el pueblo
terminaría siendo la mujer de un
pescador, le decía.
Entre tanto, hacía todo lo posible
para que la nieta la pasara bien. En unos carnavales pensó que Rosalía, su
nieta, debía disfrazarse para la fiesta infantil de la escuela. Y le hizo un disfraz de Charera. Las Charas era un poblado en las cercanías
del pueblo que producía mucho casabe que las chareras vendían en el mercado y
por las calles principales de Río Caribe.
El disfraz fue tan perfecto que lo premiaron en la fiesta infantil.
En otra ocasión las escuelas del
pueblo organizaron en su Teatro Elena una festividad donde cada escuela
presentaría un número musical. El mejor
de los cuales recibiría un premio del concejo municipal. La escuela de su nieta hizo una selección
interna. Rosalía y su Salomé fueron las agraciadas. José del Carmen se esmeró en construir un
mejillón grande, de madera, pintado de
un marrón oscuro, del cual al abrirse al
compás de la música, y levantarse una de las valvas, saldría bailando
Salomé que se hallaba durmiendo en el mejillón. La música la despertaría y ella se
desperezaría mientras el mejillón se abría.
Luego, la niña saldría bailando y se dirigiría, con movimientos
circulares y haciendo arabescos con los brazos, hasta el centro del escenario
donde, manteniendo los movimientos al compás de la música, concluiría la
danza. El mejillón fue tan perfecto y
manipulado con tanto acierto y el baile y canto de Rosalía tan agradable al
oído que, al concluir la pieza, fue ovacionada durante varios minutos. La escenografía y el canto recibieron el
primer premio (una copa con la inscripción respectiva tanto de la escuela como
de la alumna participante). Esa vez
tanto Colorado como la calle Chamberí festejaron el triunfo de la nieta como si
hubiese sido una fiesta nacional. Él y
su conjunto parrandero también festejaron.
Por cierto, fue la última parranda que realiza en vida José del Carmen
Ramírez.
Cuando finalmente la nieta se
despidió del abuelo antes de su viaje a Caracas, Rosalía lo hizo con lágrimas en
los ojos. El viejo hizo lo indecible
pero al fin pudo aguantar las ganas de llorar.
Después que la niña partió en el auto que la llevaría a Carúpano donde tomaría
el avión, José del Carmen caminó hacia el tanque de agua de la casa y se sentó en uno de sus
bordes. Fue cuando las lágrimas brotaron
en el rostro del abuelo.