E L
S A L
T O A
N G E L
La historia de Jimmy Crawford Angel, conocido como Jimmy
Angel, es la historia de un descubrimiento.
Que se sepa éste fue un aviador americano, residenciado en Panamá, que
vivía haciendo viajes de pasajeros y encomiendas entre Ciudad Bolívar y los
diversos pueblos interioranos de
Guayana, en especial los que no
tenían otra vía de comunicación, como inicialmente fue Santa Elena de Uairén.
En uno de esos viajes se perdió y fue a parar, sin quererlo, al salto de
agua más alto del mundo, que luego se llamó Salto Ángel, en honor a su
descubridor: un hilo de agua que se desprendía del tope del Auyantepui, a 979 metros de altura, produciendo
en su caída una lluvia permanente de millones de gotas y un ruido atronador que
se escucha a varios kilómetros a la redonda.
Jimmy
Ángel regresó a Ciudad Bolívar y luego a Panamá a pregonar su descubrimiento, pues
“un salto de agua de mil metros”, como él lo pregonara, era poco creíble, pues
parecía increíble que un hilo de agua se
desprendiera de tal altura de un cerro
así fuera un tepui. Decidido, se dispuso
a aterrizar en el tepui. Desde el aire
el tope de éste se veía como una zona
verde, plana, donde se podía aterrizar.
Y lo intentó. Ni siquiera pensó que a esa altura, por el permanente
rocío, las lluvias, el estancamiento de las aguas, la existencia de un rio,
etc., el sitio debía ser pantanoso o, en
el mejor de los casos, de tierra floja,
casi arenosa, donde se hundiría fácilmente las ruedas de un avión al intentar deslizarse
sobre su superficie.
Y
fue lo que exactamente sucedió. El
aviador buscó la zona más plana y para
el aterrizaje y, aunque la encontró,
Las ruedas del avión, luego de deslizarse un trecho, se fue hundiendo
poco a poco hasta que se detuvo por completo en medio de aquel mar verde. Sorprendido, Jimmy Ángel, miró a su alrededor
y se percató de que estaba prácticamente aislado con su aparato a más de mil
metros de altura y completamente separado del mundo. Se bajó de su avión, inamovible, con sus
ruedas enterradas por completo en aquella tierra arenosa y, al pisarlo, sintió
la fragilidad del suelo, aunque pudo caminar, sin embargo.
El
aviador deambuló por la superficie del tepui buscando una salida a la situación
en que se encontraba. El paisaje que se
observaba desde esa altura era bellísimo: un mar verde de diversas tonalidades bajo un sol
esplendoroso, con marcas blancas alargadas y fijas, que, por la altura, era
como se veían los ríos de los alrededores.
Además, se oía un ruido infernal que era producido por la caída de agua
desde aquella altura de casi mil metros.
Se presume que el aviador estuvo examinando
los lugares del borde del tepui, donde pudo, buscando un lugar, un camino que
permitiera el descenso. Pero el borde de
caprichosa forma, con rocas puntiagudas o largas lajas que se dirigían al
abismo, no se lo ofreció. En otras palabras no había nada que ofreciera
la posibilidad de un descenso seguro desde el tope de la montaña.
Fue
cuando recordó que tenía un paracaídas en el avión. Lo precisó en el viaje presuroso de regreso a su aparato. Luego comenzó a buscar un sitio desde donde
pudiera lanzarse al abismo que le permitiera descender de la montaña con la
posibilidad de llegar sano y salvo al suelo de la selva que lo rodeaba. No encontró algo que satisficiese todas sus
exigencias. Debía arriesgarse y
encomendarse a todos los santos aunque no fuese religioso. Pero debía intentarlo porque era su única
posibilidad de regresar a la civilización.
Ya empezaba a oscurecer por lo que lo probaría al día siguiente. Fue la noche más larga y friolenta de su
vida. Usó toda la escasa ropa que tenía
en el avión para protegerse del frío. De noche pegaba una brisa fría y constante en
el Auyantepui. Sin embargo, logró resistir
y amanecer vivo.
Al
día siguiente, soñoliento y cansado, pero dispuesto a luchar por su vida, se
puso su paracaídas y se dirigió a un sitio del tepui donde había una roca
que sobresalía de la montaña y la usó
como trampolín. Decidido, verificó una
vez más que las correderas y las cuerdas
del paracaídas estaban en buen estado, hizo una carrera que le pareció
muy larga sobre la roca y se precipitó al abismo. Calculó que había descendido como 400 metros
cuando liberó al paracaídas y respiró fuerte cuando sintió y vio que el aparato
abría y descendía sin inconvenientes, propiciando un deslizamiento suave y
agradable e incluso le permitía observar el hermoso paisaje que lo
rodeaba. El viento lo llevó a caer sobre
la copa de un árbol que sobresalía en aquel inmenso bosque pero sin ningún
tropiezo. Se desprendió del paracaídas y
luego, con calma, fue descendiendo de rama en rama hasta llegar al suelo
alfombrado por miles de hojas de la selva.
Ahora,
se dijo, debía superar dos problemas: orientarse en aquel mar verde y encontrar
alguna tribu de gente amiga que lo ayudara a llegar a la civilización. Tuvo la suerte de superar ambos escollos. A los pocos días llegó a un pueblo de la
selva que le facilitó el viaje a Ciudad Bolívar.
En
esta ciudad contó su breve pero maravillosa historia pero pocos le creyeron,
por lo menos la parte relativa a “un salto de agua de mil metros de altura”. También
visitó la ciudad de Panamá con el mismo resultado. De regreso a Ciudad Bolívar y logró convencer
a un grupo de amigos para organizar y realizar un viaje aéreo al sitio del
tepui donde se hallaba el salto. Se
llevarían un fotógrafo profesional para que tomara las primeras fotos del
salto. Días después realizaron el famoso
viaje. Jimmy Ángel recordaría las coordenadas
donde se había extraviado, cerca del tepui donde había aterrizado.
Él
y sus amigos vieron desde el aire el
aparato del aviador atascado en medio del Auyantepui y luego, exasperados por un inmenso y atronador ruido, observaron
por primera vez aquel hilo de agua que se desprendía del tope del tepui y en el
descenso se convertía en millones de gotas que producía aquel estrepito al
chocar con el suelo rocoso.
Finalmente
se le dio al salto el nombre del aviador que se libró de morirse de hambre en
el tope de un tepui al utilizar un
maravilloso paracaídas…