miércoles, 14 de noviembre de 2018

 A P U N T E S   D E   U N   D I A R I O   P E R D I D O

Caracas, 20]05]30
Al señor de la chaqueta azul:
            No sabe la importancia que le doy a este viaje.  Veo al tren deslizarse por los Valles de Aragua sembrado de frutales pero particularmente de caña.  Nunca he estado allí pero pero imagino que así ha de ser.  No sabe lo que me ha costado organizarme para esta ventura, en especial si piensa que lo he hecho dentro del más absoluto secreto.  Reuní todos mis ahorros (que no son muchos pero que de algo servirán), el brazalete de oro que papá me regaló poco antes de morir y las pocas joyas que le quité a mamá.  Todo esto está escondido en el forro del lomo de la maleta con la finalidad de utilizarlo cuando sea absolutamente necesario (esto va con usted también) o hasta que se acabe el dinero que llevo encima.  Mamá me perdonará este hurto porque las madres perdonan a sus hijos.  No quiero que ella piense que me llevo sus joyas como un acto de venganza por haberse comportado tan mal con mi padre.  Ella es tan celosa que le hizo la vida imposible a mi querido viejo.  El día que falleció habían tenido una discusión motivada a sus injustificados celos –mi padre era uno de los hombres más hogareños que he conocido y salía sólo con ella.  Pero no podía saludar una mujer que ella no conociera pues ya pensaba que era su amante, ¡figúrase usted!--.  Mi madre lo amenazó como de costumbre y esta vez lo amenazó con que se tiraría del puente El Guanábano, el cual queda cerca de nuestra casa.  Este puente, recientemente, lo habían restituido a la época de su inauguración pues habían tumbado las casas y edificios que bordeaban el embaucamiento de las aguas sucias de esa parte de la ciudad, otrora lecho del río Caraota, según me dijo mi padre. Éste, creyendo que la amenaza de mi madre era verdadera, de la impresión le dio un infarto y murió como un pajarito.
            Al rato, mamá extrañada de que papá no saliera a buscarla, regresó a la casa y me encontró llorando junto a su cadáver.  En ese momento, a través de mis lágrimas, observé su perplejidad o asombro ante lo sucedido y la odié por primera vez.  Al principio ella no sabía cómo reaccionar y después comenzó a dar gritos  pero yo no creí en su pena.  Contemplé el rostro de mi padre que, sin ningún rictus de desespero, era el espejo del desespero y la inocencia.  Parecía un angelito.  Y me dije que todavía hay gente sencilla que vibra de candor en esta +época de avances tecnológicos como el viaje a Marte.  En ese momento deseé fervientemente irme de la casa y quizás comenzó a cobrar fuerza la idea de la fuga.  Pero no fue un acto de venganza contra ella.  No.  Tal vez fue el convencimiento de que la heredera de la inocencia y  de la actitud contemporizadora de mi padre no podía vivir bajo el mismo techo con una persona llena de egoísmo.  
            Decidí vender a mis amigas las cosas de valor que tenía, entre ellas mis vestidos de moda.  Por supuesto que para mí es fascinante la moda femenina.  Me gustan mucho los llamados vestidos con ventilación, el último grito.  Se lo describo por si no lo conoce (lo que es bastante común en los hombres que le dan poca importancia a estas cosas): son los vestidos que llevan abiertos 15ª 20 centímetros del borde hacia arriba en los costados de la falda y a nivel central y lateral de la   cota.  Estas rendijas permiten ver la figura insinuada del seno y el comienzo del muslo, en el punto en que comienza a engrosar, y permite que la imaginación de los hombres  inventen lo demás.  Una moda que es siempre lujuriosa, en especial cuando una comienza a mostrar el portento de sus senos y el pedazo de pierna que sube y baja.  Supongo que entonces les empieza a subir la adrenalina, a incendiárseles la piel y, por las miradas que una recibe, quién sabe cuántas cocas morbosas se imaginan…  En esta ocasión, pese a que a mí me encantan esta moda, decidí ser recatada y me aprovisioné sólo de jeans largos y cortos, cotas y ropa interior y medias suficientes.  Después, en mi nueva vida y tomando en consideración la opinión de usted, retornaré a ella.  También es parte de mi equipaje este diario y un libro de historias juveniles, ambos recuerdos de mi padre.  No incluyo nada que mi madre me regalara, los dejo para que ella me recuerde.  Por eso es que la maleta es relativamente pequeña y liviana.
            El seleccionarlo a usted para que me acompañe en mi saga fue obra de la  casualidad.  El día que lo conocí, usted rondaba por la casa y pensé, a pesar de mis 16 años, pensaba que usted buscaba la amistad de mi madre y no la mía.  El día que conversamos en la plaza de La Candelaria, me di cuenta, para mi desmayo, que iba por mí.   Luego, en la soledad de mi cuarto, me percaté de que ese interés por mi persona podía ser beneficioso para mí y comencé a urdir el plan de mi fuga con usted y desde entonces lo ví con más frecuencia (siempre a escondidas de mi madre).  Por eso acepté sus invitaciones al cine (aquí me las ingenié para permitir a medias sus lisuras: un beso a hurtadillas al inicio y al final de la función, el dejar que me agarrara la mano, me acariciare la nuca y nada más.  Cada vez que usted intentaba acariciarme la pierna o los senos lo rechacé con delicadeza y con una que otra justificación.  Todo esto, creo yo, contribuyó a aumentar su interés por mí en las caminatas por Los Próceres (agarrados delas manos y conversando trivialidades) y sentí placer en viajar con un solo pasaje y con usted por la Línea Uno del Metro y hacer la transferencia a la Dos, la Tres y la Cuatro, siempre conversando, aceptando sus bromas y manejando con inteligencia sus avances.  El día que le mencioné, en uno de estos viajes, lo de mi fuga, lo hice con premeditación pero también con una gran dosis de ansiedad pues esperaba que usted rechazara mi ofrecimiento por inmaduro y riesgoso (tal vez porque usted sabe que la ley lo castigaría severamente si lo atrapan fugándose con una menor).  Su aceptación del viaje por tren a la frontera bajó la presión y permitió que yo acelerara los preparativos.
            29]06]30
            Anoche tuve un sueño delicioso.  Me vi a su lado cuando el tren salía de la  Estación Las Adjuntas rumbo a lo (para mí) desconocido pero también hacia la ansiada libertad.  Disfruté de la belleza de los valles de Aragua y lo pintoresco de las paradas en las estaciones intermedias, animadas por gente que subía a nuestro tren (un servicio que ha resultado excelente desde su inauguración hace cinco años) y se dirigía a diversos lugares entre otros a los llanos de Guárico y Apure o hacia las montañas de Mérida, en viajes de placer o negocios.  Usted, entusiasmado, me comunicaba mientras yo contestaba con monosílabos o con un asentimiento de cabeza.  Mi interés era viajar, conocer nuevos lugares (después de una vida, algo increíble para esta época, encerrada en Caracas y sus alrededores), disfrutar de la vida.  Usted pensaba en otras cosas derivadas de esta aventura, entre ellas, el disfrute de mi cuerpo joven y, según me dijo, en hacer una vida nueva en San Antonio del Táchira, donde tenía una casa que le dejaron sus padres.  Nuestra primera parada fue en Puerto Cabello.  Almorzamos en la estación y luego nos trasladamos al Balneario Quizandal.  Disfrutamos del baño y luego usted insistió en pernoctar en este puerto.  Yo me opuse y  traté de convencerlo de que era mejor abordar el tren de la tarde.  Pasaríamos por Barquisimeto y amaneceríamos en Mérida… pero usted no aceptó.  Finalmente convinimos que pernoctaríamos en Barquisimeto.  Disfruté a plenitud el resto del viaje.  Salimos a las cinco de la tarde de la estación porteña.  El tren atravesó amplios cañaverales. Terrenos con innumerables cortes de hortalizas, naranjales, extensas haciendas de plátanos, y bananas, lugares donde el verdor de la naturaleza me proporcionó una felicidad infinita a pesar de que la luz era cada vez más escasa.  Cuando el tren entró en la estación de Barquisimeto cesó la dicha y comenzaron los temblores.  Sabía lo que me esperaba y no atinaba (pese a mis muchas lecturas sobre el sexo y el acto sexual) a delinear un comportamiento apropiado en el momento en que nos encontráramos solos en el cuarto, por la ausencia de experiencia en estos menesteres.  Como algo raro en la época en que vivimos, a esta edad todavía soy virgen. Mis amistades me habían informado que los hombres les huían a las vírgenes pues, por lo general, tenían un comportamiento desastroso y poco placentero en la cama.  Pensaba que dicho comportamiento era vital pues de él dependía mi futuro con usted.  Así, veía con horror que, luego de ser violada, usted aprovecharía mi sueño para abandonarme en el hotel, en una ciudad completamente extraña para mí.  Cuando abandonamos la estación de la capital larense en un taxi rumbo al hotel y atravesamos una ciudad con un tráfico increíblemente congestionado, mi ansiedad fue tal que desperté.  Me encontré sola en mi casa, en mi cama de soltera.
            Ahora me quedo pensando mucho en este asunto porque mañana es el día fijado para la fuga.
            30]06]30
            Como convinimos, preparé mi maleta y aprovechando que mi mamá había salido de compras en la mañana, abandoné la casa y me dirigí al Metro.  Ahora estoy escribiendo mis +ultimas anotaciones en este diario, antes de encontrarme con usted.  Me estoy dirigiendo a la estación Las Adjuntas, el lugar acordado por insinuación de usted, lugar donde debe iniciarse mi felicidad.  Usted tomaría el tren en la estación La Paz.  Ya estamos llegando a ésta.  ¿Pero cómo puede ser posible?  ¿Qué es lo que estoy mirando?  ¡Mi madre también está allí!  ¡Se dispone entrar al vagón!  Tendré que justificarle mi presencia aquí.  Detrás de ella viene usted y no sabe que esa mujer cuarentona y aún con cierto atractivo es mi madre.  ¿Qué hago?...  Bien, iré al encuentro de ella.  Le haré una señal a usted para que tome mi maleta.  Lea esto.  Nuestro plan sigue igual.  Nos veremos en Las Adjuntas.  Espéreme allí.  Que haya suerte para los dos.
            Berta.
            La Trinidad, Caracas, agosto  de 1996.


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