U
N A B A L A C E R A I N N E C E S A R I A
Cuando Roberto abrió la
puerta de su casa sintió el silencio como si mostraba la acción misteriosa de
una inesperada celada, de allí su indecisión de penetrar en ella. Pero debía salir, ir a la farmacia cercana a
comprar la medicina para la madre que había pasado una noche atroz tosiendo
constantemente. Se sentía algo cansado
pues escasamente pudo dormir atendiendo a su madre, sobándole el pecho pues
pensaba que al hacerlo la ayudaría a superar la crisis. En efecto, ella se calmaba un poco y pasaba
cierto tiempo respirando normalmente pero luego volvía al ajetreo de la tos
constante. Lo mismo sucedía cuando
tomaba un poco de agua. –Es como si
tuviera algo en la garganta que me pica y me obliga a toser para sacarlo de
allí –le comentó al hijo con voz algo agónica.
El comprendió su sufrimiento y lamentó que nada podía hacer para auxiliarla.
--Cuando amanezca iré a la botica y
le explicaré al encargado; tal vez él sepa de algo que te pueda aliviar. Si es así, te lo traeré –fue su comentario
consolador.
Ahora
se hallaba caminando sobre la acera de la calle hacia la farmacia más próxima
en busca del medicamento. Recordó que,
durante la noche, mientras atendía a su madre, notó el agite acostumbrado de
las calles del barrio: los disparos entre las bandas de malandros que se
peleaban entre sí buscando el predominio en la zona. En ocasiones la balacera se prolongaba y
continuaba en la mañana (¿Qué hora era será? ¿Tal vez las seis y media o las
siete? No lo sabía pues no usaba reloj pulsera). El silencio que envolvía a la calle en ese
momento de su desplazamiento lo exaltaba lo suficiente hasta sentirlo tétrico.
Llegó
a la esquina y mientras cruzaba la calle, empezó un tiroteo. Él se desesperó al sentir que, cada vez más que
el silbido de las balas se acercaba al sitio donde se encontraba. Afortunadamente llegó ileso al subir a la
otra acera y, desesperado, buscó la protección de la carrasposa pared y deslizó
su cuerpo sobre ella como si, al llegar al filo de la esquina y cruzar, lograba
la protección de las balas que anhelaba. Al hacerlo, se excitó más cuando una
bala se incrustó en la pared a escasos centímetros de su cabeza. Roberto se asustó tanto al sentir el impacto
de la bala que la presencia del pánico estuvo a punto de producirle una
conducta irracional. No sabe cómo se
contuvo y no corrió. Prefirió continuar
arrastrándose sobre la áspera pared en su camino hacia la farmacia, que se
hallaba en la próxima esquina, un deslizamiento que le trasmitía cierta
confianza y un mínimo de seguridad en su avance.
Fue
cuando lo vio. Desesperado, como él, por
los disparos, el chico (no tendría más de doce años), ubicado en la acera
opuesta, decidió correr el riesgo y corrió al cruzar la calle buscando la
protección del otro lado o tal vez buscando su compañía al verlo en la acera
opuesta. Entonces se produjo un cruce de
disparos que lo detuvo: su cuerpo se tambaleó al sentir los impactos. Desesperado, el chico intentó proseguir en su
lance pero otro disparo (o disparos: Roberto no podía asegurarlo con precisión)
detuvo su carrera por completo y se desplomó en el medio de la calle,
temblando. Luego cesó el temblor
mientras el cuerpo yacía en el pavimento.
Roberto
detuvo su deslizamiento a lo largo de la pared por breve tiempo. Sintió angustia al observar la escena. Su primer impulso fue correr y auxiliar al
chico. Un acto irracional, dadas las
circunstancias, pero instintivo pues había que ayudar al caído. Se detuvo a tiempo. Mejor dicho: lo detuvo el sonido de una
proliferación de balas que en ese instante cruzó la calle. Contempló con sincero dolor el cuerpo inmóvil
sobre el suelo frio de la calle y luego decidió continuar su deslizamiento
sobre la correosa pared de la edificación.
Momentos
después, cuando se hallaba a diez metros de la farmacia que se encontraba en
plena esquina, cesaron por completo los disparos. Al llegar observó que las
puertas del expendio de medicinas estaban cerradas pero, antes de deplorarlo,
observó luz en su interior y que había un postigo abierto para atender al
público. Fue cuando Roberto tuvo la
certeza de que los disparos habían cesado.
Él le estuvo explicando al farmaceuta los síntomas de la enfermedad de
su madre y cuando el otro dio muestras de haberlo entendido, le pidió que le
recetara una medicina que le aliviara o eliminara la tos. El farmaceuta fue bastante claro con Roberto
al indicarle que el remedio que le entregaba sólo serviría como calmante pero
que su madre debía acudir un médico.
Roberto
asintió, pagó y dio las gracias. Con la
rapidez que su andar le permitía retornó a su hogar. Así mismo transmitió a su madre las
instrucciones recibidas sobre la toma del remedio y cuidó de que ella actuara
acorde con las mismas y le resaltó la importancia de que luego acudiera al
médico. Ella asintió. La medicina produjo el efecto deseado pues,
días después la tos desapareció por completo.
Tanto, que la madre decidió no acudir a la consulta médica…
Al
pasar por el lugar donde había caído el chico, Roberto vio una aglomeración de
gente y luego la llegada de la ambulancia.
Observó con tristeza e impotencia cuando su cuerpo, sobre una camilla,
era introducido en el vehículo. Él vio el uso de la ambulancia como algo
innecesario pues estaba convencido de que el adolescente ya estaba muerto
cuando cayó sobre el pavimento de la calle.
Sin embargo, no lo parecía y creyó, esperanzado, que estaba aún
vivo. No obstante, reflexionando sobre
la escena que había presenciado, llegó a la conclusión de que él no se había
equivocado y que tal vez los paramédicos habían recogido el cadáver que luego
llevarían a la morgue…
Poco
después el vehículo salía disparado del lugar.
Minutos más tarde, escuchando el ulular de la ambulancia, la gente, sin
dejar de comentar sobre lo sucedido en la calle, comenzó a disgregarse hasta
que la vía quedó callada, alterándose ocasionalmente por la presencia de uno
que otro vehículo….
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